A manera de homenaje, antologamos respuestas dadas por Eugenio Montejo (autor de Chamario y Disparate) en diversas entrevistas, la opinión de uno de sus lectores y un poema por él recitado. Con esto podemos acercarnos al árbol en el que aún habita escribiéndole a los guijarros.
La poesía desde el Eugenio niño
Uno de los mayores deslumbramientos que recuerde de mi niñez fue el
percatarme de la invención de la escritura, de la posibilidad fascinante
de poder representar el mundo visible sólo con la ayuda de unos cuantos
signos. En mi asombro infantil me preguntaba a quién se le habría
ocurrido, y cómo era el mundo antes de este invento. Creo que tal
descubrimiento me predispuso a venerar todo lo lingüístico, y en
especial la poesía, donde la palabra alcanza, como sabemos, su ápice. Es
verdad que la poesía es anterior a la escritura, pero en ella la
palabra logra su cometido supremo. Hacia los ocho años escribía
coplillas y aguinaldos, llevado por el estímulo de algunos maestros que
nos proponían su escritura con el halago de que las mejores serían
cantadas y difundidas por un grupo musical a través de los altavoces del
instituto donde me encontraba. Ocurría en los meses de noviembre y
diciembre, como una forma de constribuir a la celebración de la Navidad.
Más tarde, en la adolescencia, mi vieja veneración por la palabra, por
la poesía, se concretó en una decisión definitiva de la que nunca dudé,
pese a advertir muy claramente que iba a contracorriente de las
conveniencias económicas y del predominio de las preferencias sociales.
Lecturas que hacen poema
El árbol genealógico de mi poesía encuentra su principal raíz en el
río milenario de nuestra lengua. Dentro de ella, claro está, desde
temprano cada cual va deslindando sus afinidades, sus familias verbales.
En mi caso, aparte de los cantares anónimos, se encuentra el Romancero y
sus innegables logros decantados durante siglos, sin duda por la
inmediatez del verso octosílabo, que creo reproduce a nuestros oídos el
verso universal de tres segundos que forma la unidad de habla de cada
hombre. Luego destacaría la línea que pasa por Manrique y Fray Luis y
llega a Quevedo, sin dejar de lado los grandes autores del barroco ni
más recientemente la polifonía liberadora de Rubén Darío. Me interesó
siempre la proyección de esa línea en Hispanoamérica, lo que hay de
Quevedo en Vallejo y en la prosa de Borges, por ejemplo. La intimidad de
Silva y las combinaciones rítmicas de Eguren, ambos no bien leídos en
su momentos, sino posteriormente. En mis comienzos procuré seguir la
entonación hispanoamericana, tal como creo percibirla, por ejemplo, en
el primer Carlos Pellicer, en Oliverio Girondo, en Eliseo Diego, sin
descontar la gran aportación de los brasileños.
La imagen: lenguaje del afecto
Mi acercamiento al poema ocurre por la vía de las imágenes, que es el lenguaje natural de lo afectivo, de lo anterior al raciocinio. Los sentidos siempre nos hablan por imágenes. A partir de un breve núcleo se desarrolla la forma del poema. Todo cuanto en él pueda desplegarse más tarde en ritmo, tono, significados, etcétera, parte de una imagen primera que no siempre se nos muestra nítidamente. No comparto la inclinación que lleva a privilegiar el lado puramente intelectural del arte, la frialdad de una combinatoria silogística. La destreza técnica del oficio es sin duda indispesable, pero a fin de cuentas sólo "lo afectivo es lo efectivo".
Acercamiento a la palabra poesía
La poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario. ¿Qué puede darnos? Las ganancias y las pérdidas no le conciernen. Por mi parte tal vez le debo algún relámpago de armonía para hablar a los otros como se habla con uno mismo.
Los heterónimos
La heteronimia es un recurso literario, apenas eso, y emplearlo, por sí solo, no garantiza logro alguno. Los apócrifos de Machado y Pessoa valen por el genio poético que en ellos pusieron sus autores. Es un fenómeno que si bien ha existido en otras épocas, a principios del siglo XX alcanzó una extraña reivindicación por parte de poetas notables, el primero de los cuales fue el francés Valery Larbaud, creador de un gran poeta, el peruano-norteamericano A. O. Barnabooth. Hacia mediados del siglo XX, la práctica de la escritura oblicua*, como la llamo, declina. Es nuestros días sólo puedo nombrar al gaviero Maqroll, de Álvaro Mutis, y a Horacio Martín, de Félix Grande. En mi caso, el primero ha sido Blass Coll, el tipógrafo de Puerto Malo, y luego algunos de sus contertulios o discípulos, los famosos "colígrafos", entre quienes se encuentran Tomás Linden, Sergio Sandoval y uno que acaba de aparecer en Ediciones Ekaré, Eduardo Polo, autor de un libro de rimas para niños que lleva por título Chamario. Lo escribí hace unos 24 años, y ahora, gracias al trabajo editorial de Elena Iribarren, ha salido de la gaveta.
*Creo que la escritura oblicua proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas perspectivas creadoras. Creo que al recurrir a un heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó, un ente más complejo y proteico que, si nos paramos a pensar, se asemeja al ratón del ordenador.
Gustavo Guerrero opina sobre Eugenio
Leer a Eugenio ha sido, para mí, una de las principales vías de acceso a ese conocer otro de la poesía; el enigma de una muy particular descripción del mundo que sólo se vuelve plenamente inteligible como un eco de nuestra sensibilidad. Somos nosotros los que sancionamos la validez del poema a través de una respuesta interior que tiene el crácter de un juicio; pero es el poeta el que es capaz de suscitar, con la palabra más personal, la reacción más general: la comunión de los lectores en torno a una misma experiencia. De pronto, nos reconocemos en algo que desconocíamos, pero que ahora forma parte de las palabras -y las cosas- de la tribu. Borges afirmaba que la más difícil maestría consistía en "hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere confirmar y la evidencia que la plaza no ignora". La fuerza cognitiva de la poesía de Eugenio -su poder de revelación- procede en buena medida del logrado punto de equilibrio que consigue entre la tradición y el asombro, entre la lengua común y el habla más íntima, entre lo que pertenece a todos y lo que es único e intrasferible.
Islandia en voz de su autor
Entrevistas realizadas, en orden de aparición, por Julio Ortega, Floriano Martins, Edmundo Bracho y Francisco José Cruz. Todas recopiladas, junto al testimonio de Gustavo Guerrero, en: CASTAÑÓN, A. (2007) La terredad de todo: Eugenio Montejo, una lección antológica. Mérida: El otro, el mismo.