Con la aparición de Los últimos gigantes de François Place se publicaron varias reseñas de parte de lectores y especialistas; entre ellas una del escritor Juan Ignacio Muñoz-Tébar, autor de Duermevela (Ekaré, 2017). Acá les dejamos algunos fragmentos.
Sin duda, hay momentos en los que no sabemos distinguir con claridad cuál es la frontera entre lo real y lo fantástico. Aquellos que se obsesionan con este intangible lindero a menudo intentan reconocer indicios o marcas que hagan más seguro su recorrido, y hasta llegan a realizar tremendos esfuerzos para delimitar los espacios, acciones y personajes que se inclinan hacia lo verosímil o hacia lo imaginario. Sin embargo, suelen olvidar que muchas veces ambas cosas se confunden y sencillamente son indisolubles.
Los gigantes acogen afablemente al protagonista y éste comprende que recién ahora comienza su verdadero estudio descriptivo: "Una tarea a la altura de Archibald Leopold Ruthmore, si lo miramos bien…" Sin embargo, si miramos bien las delicadas imágenes que conforman el libro, notaremos cómo queda relativizada la altura de este presumido explorador. Sus ínfulas de grandeza son minimizadas por los límites que establece el imponente tamaño de los gigantes y la inmensidad del paisaje. Las ilustraciones de Francois Place, además, nos ofrecen una perspectiva elevada y distante, como si apreciáramos cada escena desde los ojos de un gigante sentado o, si se prefiere, como si el lector fuese un gigante que observa a través de las ventanas que hay en el libro. De este modo, queda en evidencia la pequeñez de Archibald y de todos los hombres ante el mundo que los circunda, así como su pretensión de hacer de este mundo algo obligadamente aprehensible que deba ser llevado a la escala humana. Sin embargo, hay que aclarar que por medio de esta disminución no se sugiere que Archibald Leopold Ruthmore es una mala persona; él solo es una víctima de su propio afán de crear límites en el terreno de lo desconocido, de clasificar un espacio real que pertenece a la fantasía.
En efecto, al medir todo con los instrumentos de la razón, Archibald, lastimosamente, acorta el aspecto emocional de ese rico contacto fantástico. Todo el cuerpo de los gigantes está colmado de tatuajes que se dibujan espontáneamente y que representan cada vivencia que los ha marcado. En contraste a esto, Archibald parece mantenerse intacto ante lo que vive; ni siquiera llega a quitarse su sombrero de copa a lo largo de su estancia en el país de los gigantes:
Además, sus pieles parecían reaccionar a las más ínfimas variaciones de la atmósfera: se estremecían al menor soplido del viento, ofrecían visos de resplandores bajo el sol, temblaban como la superficie de un lago o tomaban los matices sombríos del océano en tempestad. Comprendí entonces por qué a veces me miraban con piedad. Además de mi tamaño, era mi piel muda la que los afligía: yo era un ser sin palabras.
Y de alguna forma lo era. No fue hasta el momento en que Archibald volvió al mundo de los hombres cuando pudo retomar verdaderamente la otra palabra, la suya. Entonces se atrevió a pronunciar una historia impronunciable y se olvidó de escuchar la melodiosa voz de los gigantes. Una voz que trataba de recordarle que hay cosas que deben permanecer vivas en el silencio.