martes, 17 de julio de 2018

¿Quién es el mejor animal del mundo?

El camino del héroe, la curiosidad y la amistad son algunos de los temas que Abril Castillo -editora, escritora e ilustradora mexicana- desarrolla en su reseña sobre La Apuesta, la historia de Laia Jufresa que fue ilustrada por Cristina Sitja Rubio

Dicen que el viaje de un héroe suele tener una forma circular. El héroe sale de un lugar en busca de algo, pasa por diversas aventuras, consigue lo que buscaba y regresa. Y aunque regresa al mismo lugar del que partió, ya no es el mismo. El viaje lo ha cambiado.

En La Apuesta, Laia Jufresa retoma esta estructura clásica, reconocible en libros de caballerías y cuentos de hadas, para mezclarlo con elementos de la fábula, como son los protagonistas animales que reflexionan, experimentan y dan pruebas de valores y actitudes que son meramente humanas.
En esta historia un guepardo y un conejo son amigos. Tienen un pacto en el que Guepardo no se comerá a Conejo. Un día hacen una apuesta: ¿quién es el peor animal del mundo? Guepardo asegura que un elefante, porque puede aplastarte. Conejo, afirma que es el humano. En esta búsqueda de respuestas, emprenden un viaje para comprobar cada uno su hipótesis.



El trayecto es guiado por Guepardo, quien tiene la voz de narrador y da cuenta de sus ideas, emociones y percepciones de este viaje de iniciación al mundo humano. Como si de un descenso al infierno se tratara.

Los paisajes cálidos, llenos de tonos naranjas y amarillos cambian conforme se acercan a la aldea. De este modo, Cristina Sitja complejiza la paleta para dar vida al mundo civilizado.



No sorprende que el hombre haya querido controlar al fuego. Así, la noche no llega nunca en ese lugar habitado por humanos. La noche animal puede ser negra, gris o azul. La de los humanos palpita de vida y lucidez e inestabilidad. Una mezcla total de tonos y formas; así danzan ellos y todo lo que a través de ese pulso vemos tan pronto como cae la noche.



Cuando Guepardo pierde de vista a Conejo, decide adentrarse en una de las viviendas, mientras todos bailan afuera enmascarados. Nos encontramos frente a un escenario que resuena con ecos de Barba Azul de Charles Perrault: una curiosidad detonada en alguien a quien desde el principio se le advierte de un peligro, pero que hasta probar él mismo no dará marcha atrás. Es necesario ver y sentir con su propio cuerpo y mente para creer. Para aprender y conocer. La llave la ha robado él mismo con su curiosidad. Con no detenerse hasta llegar a ese otro lado. Con ese afán de tener la razón, de ganar la apuesta.

Así, ese encuentro que no debía haber ocurrido, tras las sermones de Conejo, empieza con un equívoco donde Guepardo cree ver a su familia, pero en su lugar se encuentra con pieles vacías, cuerpos inertes. Un espejo de sí mismo, una visión de su propio futuro, si no sale pronto de ahí.



Los humanos se percatan de la presencia del felino por el llanto de un niño. Guepardo, en un intento de escapar del ahora inminente peligro, se prende la cola con una llama cercana. En medio de la huida, con la cola de antorcha, arroja fuego a la inflamable aldea y quema todo a su paso.



Guepardo ha perdido la apuesta.

Vuelve a casa y se sorprende al encontrar a Conejo esperándolo al final de ese círculo perfecto que se traza en la trayectoria del relato y que los devuelve sanos a casa. Aunque ya no sean los mismos. ¿O será que en el mundo animal es posible no cambiar?

Conejo es pequeño pero encarna la agudeza mental. Guepardo es grande y fuerte, pero dulce y tierno. Conejo enseña a cada paso lo que es el mundo a su amigo Guepardo. Así empieza y termina la historia. Y aunque al regreso y fin de la apuesta Guepardo pierda y amenace a Conejo con comérselo (no le gusta perder), después de todo no lo hará. Es sólo que está hecho del color del fuego. Es también un ser inestable y libre. Por suerte, se le pasará.


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