A propósito del reciente Premio Nacional de Ilustración 2016 que ha recibido Javier Sáez Castán en España, Pablo Álvarez, editor de Ekaré Sur, comparte un artículo sobre la obra del autor e ilustrador español, que incluye varios libros publicados por Ediciones Ekaré.
El reciente ganador del Premio Nacional de Ilustración 2016 de España, Javier Sáez Castán, ha desarrollado una obra extensa y variada, donde destaca, sobre todo, su gran capacidad plástica y un trabajo especial sobre el uso del color. Desde Picospelosplumas y el hombre pájaro (Ediciones SM, 2000), pasando por Los tres erizos (Ediciones Ekaré, 2003), el famoso Animalario universal del profesor Revillod (FCE, 2004) o Extraños (Sexto Piso, 2014), hasta el enigmático El armario chino (Ediciones Ekaré, 2016). Extrañar la realidad, y a partir de ese ejercicio de extrañamiento elaborar, en apariencia, descabelladas narraciones ilustradas. Ese parece ser el recurso de un autor que elabora complejos e ilustrados sistemas de narración.
1. Extraños (Sexto Piso, 2014) 2. (Arriba) Animalario Universal del profesor Revillod (FCE, 2004) 3. (Abajo) Picospelosplumas y el hombre pájaro (Ediciones SM, 2000) |
La obra del español Javier Sáez Castán tiene una doble militancia, la del juego y la solemnidad; la excentricidad y la erudición. Ya no es particular que cada nueva publicación esté acompañada de un glosario, de una serie de definiciones inventadas, de frases latinas o mensajes textuales o visuales en clave insertados en medio de la narración, con el único fin de distraer o aumentar la intriga, la sospecha. Hay que dudar de su obra, mirarla con ojos de detective al tiempo que nos deslumbramos con su capacidad técnica y narrativa.
Hay una constante en los libros que Sáez Castán ha publicado en Ediciones Ekaré (Los tres erizos, La merienda del señor Verde, los tres títulos de la colección El pequeño Rey y El armario chino); se trata de un principio de extrañamiento o de modificación de la realidad, que produce un desajuste en el lector, tanto a nivel textual como de la imagen. Pese a un apego con el realismo, con una técnica que se adhiere a ciertos principios de realidad, tanto los personajes como los escenarios de estos libros están rarificados, poseen características que los hacen escapar de los principios miméticos habituales. Y es en esa representación extrañada donde radicaría la genialidad plástica del ilustrador.
Hay una constante en los libros que Sáez Castán ha publicado en Ediciones Ekaré (Los tres erizos, La merienda del señor Verde, los tres títulos de la colección El pequeño Rey y El armario chino); se trata de un principio de extrañamiento o de modificación de la realidad, que produce un desajuste en el lector, tanto a nivel textual como de la imagen. Pese a un apego con el realismo, con una técnica que se adhiere a ciertos principios de realidad, tanto los personajes como los escenarios de estos libros están rarificados, poseen características que los hacen escapar de los principios miméticos habituales. Y es en esa representación extrañada donde radicaría la genialidad plástica del ilustrador.
El Pequeño rey, en sus múltiples facetas y habilidades –como repostero, como militar o como director musical–, constituye una interesante representación del poder y el control, de manera camuflada, suavizada, por supuesto. Este pequeño tirano, que algo se asemeja al Humpty Dumpty de John Tenniel, conserva, sin embargo, los rasgos corporales de un niño: el enterito celeste, los juguetes que lo rodean, su reducido tamaño en relación a su cabeza enorme. Hay algo de la tiranía infantil en este personaje que disfruta con el control sobre los bichos que habitan su jardín. Algunos resabios de la visión de Sendak sobre la niñez, que se advierte en la interesante entrevista que hace Art Spiegelman a Maurice Sendak y que reprodujo en formato de cómic en Meta Maus. La cuidadosa técnica utilizada por Sáez Castán hace recordar también al genio estadounidense: la plumilla, el achurado y la trama de líneas que generan luces y sombras sobre personajes que, precisamente, se construyen a partir de sus claro oscuros.
Asimismo, en La merienda del señor Verde (2007), donde el espacio monocromático se constituye como una propuesta estética, es fundamental el uso de la luz. El halo misterioso del relato es reforzado con espectros de luz y sombra dominados por un verde insistente, meloso, pegajoso como la mermelada. Esta vez, la plasticidad del libro es una cita directa a Magritte, la construcción de los personajes, el bombín, el verde de las manzanas de Magritte que en este libro inunda la página completa. La solemnidad del relato no hace sino intensificar el extrañamiento. La resolución, esa aparición fastuosa de los colores, es, a su vez, una manera de otorgar un sentido integrador al relato: la técnica y la utilización de colores tiene cierto afán democratizante y comunitario, bajo la insistencia paradojal, algo irónica, de la solemnidad, de la rigurosidad de los personajes.
Su libro más reciente, El armario chino (2016), es quizás el más enigmático y ominoso de todos. Narración compleja, en una suerte de estructura de palíndromo, diferenciado sólo por sus dos colores: el rojo y el azul. Relato en espejo que refleja, como una presencia amenazante, la misma situación en su reverso de otro color. Rojo y azul que se rechazan, pero se complementan: “No, en serio, Anna: creo que los niños no deberían tener cosas rojas. Les mete ideas raras en la cabeza”, dice un elegante Otto azul. “No, en serio, Anna: creo que los niños no deberían tener cosas azules. Les mete ideas raras en la cabeza”, indica un flemático Otto rojo. La acertada elección de los nombres, Anna y Otto, refuerzan la infinidad y sensación de abismo del relato, donde absolutamente nada queda al azar. Libro planificado hasta el hartazgo, con perfección de cirujano, donde el doble monstruoso acecha en un juego de intercambio de roles: el niño rojo se traslada al mundo azul, y viceversa. El pequeño Kurt, personaje dinámico y variable, que cambia incluso de color, traspasa las fronteras del relato al insertarse en el misterioso armario, tópico recurrente de la literatura infantil, pero esta vez utilizado como frontera de una misma realidad trastocada y que se vuelve a configurar a partir de un elemento cromático.
Javier Sáez Castán es un caso raro, como sus personajes, una de esas combinaciones que pocas veces se da en el libro ilustrado de manera tan afortunada, donde texto e imagen son concebidos por la misma mente creadora; una mente que, si se lee la obra distraídamente, pareciera perturbada, pero que no es más que el trabajo sistemático de un artista multiforme, capaz de expresar las más profundas reflexiones a través de una obra que se transforma, pero que conserva y lleva a los extremos sus capacidades plásticas y objetuales. Una obra conectada con las meditaciones de la existencia.
Texto tomado de la página web de Ekaré Sur |
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