jueves, 31 de enero de 2013

Una ojeada digital: Margarita

Una princesa valiente se enamora de una estrella del alto cielo. Con una enorme tijera y una lancha de motor, sale a buscarla. Pero Margarita ha olvidado algo importante: el consentimiento de su padre. El clásico poema del nicaragüense Rubén Darío se complementa con finas ilustraciones que muestran los paisajes nocturnos de la costa caribeña.

jueves, 24 de enero de 2013

Rubén Darío y la literatura infantil


 Rubén Darío y su experiencia con lo infantil según Carmen Bravo-Villasante

Nicaragua es tierra de poetas. No exageramos si decimos que antes de Rubén Darío (1867-1916), el gran poeta nicaragüense, no había nada en la literatura infantil y, después, todo. Los poetas como Rubén Darío son de tales dimensiones, que su sombra se proyecta sobre la tierra que le crió, cobijando toda la poesía.

Únicamente el folklore nicaragüense, alegre y pintoresco como todas las manifestaciones iberoamericanas, existía por los niños. El niño Rubén, sin duda, escuchó los cantares y corridos de su país, y oyó también la literatura que transmitían los viejos a los jóvenes, y guardó en el recuerdo los relatos de Juan Bueno y Juan Bobo, hasta que empezó a leer los libros españoles y se entusiasmó con los versos de Zorrilla y los poemas de Espronceda, y más tarde, con Campoamor y Núñez de Arce, maestros de su juventud y de muchos niños nicaragüenses, que además se habían instruido con las fábulas de Iriarte y Samaniego.

En el libro de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, entre los recuerdos del poeta está el de su tío-abuelo, el coronel Ramírez. "Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, la manzanas de California y el champagne de Francia". Todos ellos extraordinarios, al parecer del pequeño, porque si no había visto nunca el hielo, ni las hermosas manzanas o la bebida exquisita, tampoco le era familiar literatura infantil impresa tan divertida como la de Rafael Pombo, al que, sin duda hace alusión en los "cuentos pintados".

Y poco después añade, al hacer inventario de sus lecturas infantiles y de los cuentos que oyó: "Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sobrevivientes: la Serapia y el indio Goyo", y refiere cómo la madre de su tía-abuela le hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda que perseguía como una araña. Todos le infundían miedos con tradiciones y consejas extrañas, que le producían pesadillas.

"En un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Era un Quijote, las obras de Moratín, Las mil una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame de Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas y una novela terrorífica de no recuerdo qué autor, La caverna Strozzi. Extraordinaria y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño". Como el champagne y la literatura infantil.

El niño precoz que fue Rubén Darío hacía versos, que encerraba en una granada, y cuando pasaba la procesión del Domingo de Ramos de Semana Santa, la granada se abría, y caía una lluvia de versos. A los catorce años ya era conocido en las repúblicas de Centroamérica como "el poeta niño". Él mismo nos dice cómo por esta época escribía artículos políticos en el periódico La Verdad, de León, y cómo se encantaba "con la cigarrera Manuela, que, manipulando sus tabacos, me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzamán y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de Las mil y una noches... Yo escuchaba atento las lindas fábulas, en la cocina, al desgranar el maíz".

Los relatos de Las mil una noches deslumbraron al niño poeta, al niño prodigio, que jamás olvidaría la magia oriental de estas narraciones fantásticas. Todavía en su artículo titulado "Parisina, Joli París" Rubén confiesa el descubrimiento asombroso de este libro: "Uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de niño: Las mil y una noches. Uno de los preferidos libros que actualmente releo con invariable complacencia: Las mil y una noches. Allí concebí primeramente la verdadera realeza, la absoluta, la esplendorosa. Allí se me aparecieron, allí -y en los "nacimientos" o "presepios" con Melchor, Gaspar y Baltazar-, los verdaderos reyes, los reyes de los cuentos que empiezan: "Este era un rey..." Reyes de Oriente, magos extraordinarios; reyes que tienen jardines donde vagan, libres, leones y panteras, y en el que hay pájaros de dulce encanto en jaulas de oro".

Desde entonces Rubén comienza a usar el adjetivo "milyunanochesco", neologismo de su invención; habla de una "voluptuosidad milyunanochesca", de "hechizos milyunanochescos" y el adjetivo es sinónimo de algo extraordinario, refinado, exquisito, íntimamente unido al libro que le fascina, y cuando se dirige a los niños, siempre hijos de sus amigos, rememora el acento de Las mil y una noches para sus cuentos e historias mágicas.

La literatura infantil para Rubén Darío siempre es fantasía y magia, mundo fabuloso que viene del Oriente.

Es natural que Rubén Darío sintiese la fascinación de los relatos orientales. En Las mil y una noches estaban todos los elementos caros a los elementos modernistas: fantasías sin límites, exotismo, belleza de gema, aristocratismo, y la extrañeza de lo fabuloso: cuentos de hadas y de genios, maleficio y hechizo. La literatura infantil era para Rubén un relato portentoso, aventura maravillosa o milagro religioso. La literatura infantil en el círculo mágico del poeta modernista se alimentaba de hadas, elfos, encantadores, reyes, príncipes y princesas y acontecimientos extraordinarios. Lo vulgar y lo prosáico estaban desterrado de esta literatura, y el poeta se dirigía a sus pequeñas amigas como oyentes o lectoras que podían comprender mejor que nadie todas las maravillas de sus palabras o figuraciones. Al mismo tiempo, Rubén hallaba en los cuentos antiguos de niños tantas cosas común con su credo artístico, que más de una vez aprovechaba el material que esos le ofrecían para la creación literaria de adultos. La Bella Durmiente del Bosque, la Cenicienta, las frases de Barba Azul, aparecen frecuentemente en sus relatos. 

Rubén Darío escribe explícitamente para los niños, mejor dicho, para las niñas, a quienes dedica sus poemas y baladas. Es una forma galante de dedicatoria, en aquel tiempo en que era costumbre escribir en los álbumes y en los abanicos. A las niñas, pequeñas mujercitas, dulces niñas amigas suyas, el poeta las adora y tiernamiente quiere entretener. Para la niña Margarita Debayle, hija de su amigo, el doctor Debayle, Rubén escribe el poema refulgente de orientalismo y fantasía.

Rubén Darío, como Martí, Gabriela Mistral, Horacio Quiroga, Juana de Ibarbourou, y tantos grandes escritores de Iberoamérica, enriqueció la literatura infantil al cantar y poetizar para los niños. Él, dueño de la mayor riqueza verbal que haya podido poseer nunca un poeta, sencillísimo también cuando quiere despojarse de pompa retórica y hablar muy claro, demuestra al escribir para las niñas, sus amigas, que es un verdadero poeta, como aquella verdadera princesa del guisante del cuento de Andersen, de tan extraordinaria sensibilidad.

BRAVO-VILLASANTE, C. (1967) 'Rubén Darío y la literatura infantil'. En Cuadernos Hispanoamericanos, pp. 529-535. Madrid: AECID.

jueves, 17 de enero de 2013

La imagen auténtica y sus contradicciones


Como parte del III Seminario Internacional del Banco del Libro El Mundo del Libro-álbum para niños dictado en 1999, Monika Doppert refiere su experiencia al ilustrar Margarita, de Rubén Darío.

Entre más calidad literaria tiene un texto, más exigente es el trabajo de ilustrar, pero también más ricas y complejas las posibilidades de interpretarlo movilizando la propia memoria emocional. Los mejores textos de la literatura universal parecen ser inagotables en este sentido, y durante siglos provocan nuevas interpretaciones.

Con el poema de Rubén Darío tuve el privilegio de encontrarme con una obra así. Confieso que en el primer encuentro estuve muy lejos de comprender lo que tenía entre manos. En ese tiempo, yo estaba viviendo en El Cementerio, enteramente sumergida en los problemas y placeres de la vida de barrio caraqueño. No pudo haber contraste más grande con mi vida cotidiana que este poema de princesas y reyes. Sinceramente, me pareció una tremenda cursilería. Me chocó la enumeración de objetos de lujo que poseía el rey. Y una niña que se desvivía por un prendedor extravagante me pareció boba, frívola y decadente. No, no. Jamás aceptaría producir este libro en Ekaré. A menos que el texto se cepillara violentamente a contrapelo.

Como consecuencia, me lo encargaron a mí para ilustrarlo.

Empecé acercándome a los personajes con actitud satírica. Exageré la decadencia y el preciosismo. Boceteé a la princesa con un traje de cola descomunal, donde llevaba sentados a ocho pajes enanos. Al rey lo imaginé sentado en un salón de diamante observando una pelea de boxeo entre dos perritos pudel armados de guantes. Dibujé perritos con zapatos de tacón alto, etc. Era una calle ciega.

De esta manera, no pude conectarme emocionalmente con los personajes. No se me volvieron humanos. Me di cuenta de que sólo hasta cierto punto se puede trabajar en contraste con las intenciones de un autor. Yo me había pasado. La sofisticación que yo había tomado por una cosa tan importante y tan ridícula, no era lo esencial. Me volví más humilde, y ahora sí me pregunté en serio, quién era esta princesa. ¿Qué hallaba yo en mi memoria emocional que me permitiera identificarme con ella?

Finalmente decidí que la princesa era una niña capaz de soñar con toda su fuerza. Y que no se quedaba sentada lloriquenado "ay, yo quiero...", sino que además tenía fuerza de voluntad y sentido práctico y tomó la realización de su sueño en sus propias manos. También comprendí que más importante que el prendedor eran las estrellas. El amor a la estrella es un amor por la luz, con todos sus significados simbólicos posibles. Y la luz tenía que ser mi recurso principal para realizar mis imágenes. Con esto, tenía sentadas las bases de mi interpretación subjetiva del texto. ¿Sería exactamente lo que quiso decir Darío? No sé. Era mi interpretación subjetiva, una de las muchas posibles de un texto rico y poético. (...)

El trabajo en un libro ilustrado tiene mucho que ver con el trabajo de teatro. Un libro ilustrado es la puesta en escena de un texto. Y el ilustrador reúne en su persona a todos los especialistas que colaboran en el montaje de la obra. Como director, entra en diálogo con el autor del texto. La puesta en escena es su interpretación, su respuesta personal al texto. También le da la forma rítmica a la secuencia de las escenas. Como escenógrafo imagina los ambientes, los espacios donde actúan los personajes y produce artesanalmente cada detalle de estos ambientes. Como diseñador de trajes y utilería viste a sus personajes y reúne todos los objetos que ellos usan y entre los cuales se mueven. Y como encargado de iluminación crea la luz específica que ilumina el espectáculo.

Coloqué el palacio de diamantes en la playa de Oricao (que en aquel tiempo todavía era una playa sencilla y bella, y era la playa de la gente de tarma). De la misma playa, la niña parte para viajar a los cielos y vuelve por los cocoteros de la hacienda, bañada de luz. Los rasgos físicos de la princesa los encontré en mi calle en El Cementerio, avispada y bonita, y los mezclé con los rasgos de una chilenita, la hija de Verónica Uribe.

Pero, ¿cómo viste un rey venezolano? Esta pregunta me hizo sudar. Claro que era un rey simbólico. Pero también los personajes simbólicos tienen que ser dibujados con todos sus detalles concretos. Los trajes que visten los reyes en todos los libros infantiles no me sabían a nada. Entonces intenté, uno tras otro, un rey español del siglo XVII, un rey que se parecía a un cacique indígena y uno, el más estrambótico, que era africano, con una piel de tigre como insignia de poder. Todo esto era absudo. 

Consulté una biografía de Rubén Darío para buscar orientación. De ahí saqué la información de que el poeta había liberado la poesía latinoamericana de los esquemas españoles, orientándose hacia la literatura francesa y vivió cierto tiempo en Francia en contacto con otros poetas. Estos, a su vez, estaban buscando en aquel tiempo inspiración en los países del mundo árabe e India. El poeta nicaragüense soberanamente mezcló en sus poesías las preciosidades del Medio Oriente con los cisnes franceses, y los elefantes de India con el rumor del Mar Caribe. Su poesía no era nicaragüense ni francesa, era poesía de Rubén Darío, cosmopolita latinoamericano.

Tengo que decir que leer me tranquilizó. Todavía andaba con una especie de mala conciencia porque estaba de intrusa en un trabajo que supuestamente le correspondía a la gente de aquí mismo. Pero descubrí a Rubén Darío como representante de una línea cosmopolita de la literatura latinoamericana, que es tan rica y tan importante como las expresiones más autóctonas.

De repente, me pareció natural y coherente que yo, alemana inmigrante, ilustrara para los niños venezolanos un libro de un poeta nicaragüense que se había ido a Francia, donde lo inspiraron los poetas franceses quienes, a su vez, iban a los países del Medio Oriente para inspirarse y que yo, alemana, trajera de vuelta el poema del nicaragüense a la tierra caribeña en mis dibujos. Todo allí era híbrido, y precisamente lo híbrido era característica auténtica. Esto me ayudó a ver mi situación contradictoria enmarcada dentro de una larga línea de mestizajes culturales consecutivos que caracterizan a este continente. Y a la vez descubrí la MEZCLA como método clave para armar el espectáculo poético.

El rey pudo estar en una página con un traje europeo medieval, y en otra página con una bata estilo oriental. En su quiosco moro, vestido con manto de tisú europeo, podía dictarle una carta a su secretaria que la tipeaba en una máquina de escribir. Cuando hacía pompas de jabón con su hija, lo podía hacer de la misma manera como lo hacía yo 50 años atrás en Alemania. En su reino podía haber una tienda hecha de pura luz y vigilada por tres coronados, pero también un taller con tijeras y cables eléctricos y una lancha con motor fuera bordo, para que la niña viajara al cielo. Era mezclar culturas y épocas, mezclar lo fantástico con lo cotidiano, lo místico con el sentido práctico.

Mezclar y conectar. No cazar el fantasma del estilo puro, la cultura homogénea. Asumir la mezcla como elemento constituyente, con un gran potencial imaginario. Y jugar el juego mágico de conectar cosas aparentemente incoherentes. Ese es el arte que practican los brutos y los poetas, y hacen nacer milagros y maravillas. Para los niños -al menos para los que están dotados de imaginación- es la cosa más natural del mundo.

DOPPERT, M. (1999) ¿Cómo viste un rey venezolano? La imagen auténtica y sus contradicciones. Caracas: Banco del Libro.