martes, 20 de septiembre de 2016

Mar: una traducción náutica

En esta ocasión, Beatriz Peña Trujillo nos acerca a su experiencia como traductora del libro Mar, publicado originalmente en portugués por Pato Lógico Ediciones, con textos de Ricardo Henriques e ilustraciones de André Letria

Puedo decir que traducir un libro informativo como Mar fue para mí una experiencia totalmente náutica. Pero no en términos reales sino virtuales. En los meses que trabajé en la traducción de este libro de tema tan portugués –¿habrá algo más portugués que el mar?–, estaba convaleciente de un mal que no me permitía estar mucho en tierra firme –casi no podía caminar– y, la verdad, pasé muchas horas felices anclada a la silla del computador, navegando por internet.




Fue como internauta, entonces, que conseguí resolver el asunto de cómo lograr la exactitud y la veracidad que eran imprescindibles en un texto que contenía infinidad de términos náuticos o de marinería que exigían no una traducción libre sino de la mayor fidelidad posible. Pienso que en el aspecto técnico fue definitivo poder consultar en internet documentos y materiales de referencia, entre los que se cuentan una variedad de diccionarios de náutica y páginas web de artes de pesca y de faenas marineras, muchas de ellas de la también muy marinera España. Asimismo fue muy importante haber tenido acceso virtual a una serie de diagramas y dibujos de embarcaciones de muchos tipos, con los que podía hacerme una muy buena idea de cómo son las embarcaciones reales.




Sobre el otro aspecto de esta traducción, el no técnico, el más literario, hay varios problemas puntuales que intenté resolver. En ciertos casos busqué no perder términos bonitos para un lector niño que no tenían equivalencia en español y sacarles el mayor provecho al definirlos. Un término como barba, por ejemplo, tenía en el original dos acepciones: una relativa a las inolvidables barbas de los lobos de mar, sin problemas en ambas lenguas, y otra que era sinónimo de proa, válida solamente en portugués. Así que en este caso, investigué y encontré otra simpática acepción marinera de barbas en español, que se refiere a las hilazas de verdín mezcladas con lapa y basura que se forman en el fondo de los cascos de los barcos cuando no se limpian en mucho tiempo, y que se asemejan a una barba mal cuidada.



En el caso de términos que no tienen equivalente en español, conservé algunos como maresia, que en portugués es el olor característico del mar; no quería dejar que el lector niño perdiera la oportunidad de conocer una palabra tan especial por su sonoridad y su capacidad de condensar ella sola una atmósfera particular. De manera que dentro de la definición hice la anotación de la palabra original, conservándola para el lector. Y finalmente, también busqué términos que en portugués sonaban graciosos –y cuya intención en el original era justamente esa–, conservaban su gracia en español, aunque hubiera que hacer pequeñas trampas, traicionando un poco la precisión, pero logrando el mismo efecto divertido en español. En este caso, cito el ejemplo de una serie de nombres de velas de embarcaciones –la terminología náutica puede ser fascinante y muy divertida para el lego– que en portugués eran polaca, cachapana, cachamarin y traquetina, y que en español se convirtieron en la cangreja, la escandalosa, la bastarda y la mística.


Por otro lado, también me interesaba conservar el tono juguetón del original, muy bien logrado en portugués por los autores, al trasladarlo al español. Ilustro este caso con la definición de nudos. En la primera frase de la definición original, se juega con la palabra nós, que significa a la vez nosotros y nudos. Al poner juntos los dos significados de la palabra nós, se crea un efecto divertido y de complicidad con el lector niño: Entre nós fala-se de nós (algo así como entre nos, hablamos de nosotros/nudos). Yo busqué surtir el mismo efecto de empatía con el lector poniendo como frase sustituta 'Que no se te haga un nudo en la garganta al leer esta entrada'.



Meses después, cuando ya cerré la traducción, y ya con la mar en calma –al fin recuperada–, pude volver a pisar sin dolor tierra firme, levé anclas y zarpé de nuevo al mundo real. Definitivamente, el Mar todo lo cura.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Un traductor estegosaurio

Miguel Azaola, editor y traductor especializado en literatura infantil, nos cuenta cómo coincidieron los elementos para la traducción de Conocí a un dinosaurio (Ekaré, 2016) (I Met a Dinosaur en inglés), del autor Jan Vahl y el ilustrador Chris Sheban.  
Cuando mi amiga Carmen Diana Dearden, presidenta de Ediciones Ekaré, me sugirió que tradujera I Met a Dinosaur, confieso que me lo pensé un poco. Nunca me han interesado demasiado los dinosaurios. Por muy simpáticos y amables que me los pinten, como es el caso de las maravillosas ilustraciones de Conocí a un dinosaurio, su aspecto tirando a monstruoso me ha producido siempre un desasosiego que no disminuye por el hecho de que hayan pasado todos ellos a mejor vida hace una porción de años, según dicen los que saben de estas cosas. Si a ello se suma el repeluco que invariablemente siento ante cualquier reptil, ya sea saurio, ofidio, quelonio, agente secreto o inspector de hacienda, la sugerencia de mi amiga, en principio, no me resultaba demasiado apetecible.


Sin embargo, cuando comprobé que el texto en inglés estaba estructurado en una cadena de estrofillas más o menos rimadas, me fui animando poco a poco, y al cabo de unos días me dije: ¿por qué no? Al fin y al cabo siempre había disfrutado enfrentándome al desafío de los ripios de unos y otros: Roald Dahl, Gianni Rodari, Maurice Sendak. De hecho, me encanta traducir libros en verso. Incluso ha habido ocasiones en que las traducciones al español de ciertos textos para niños me resultaban tan sosas y tan faltas de chispa (algo que ocurre a menudo: la gracia esencial de las expresiones más sencillas rara vez tiene verdadera traducción) que decidía embarcarme en recreaciones rimadas que, sin traicionar el espíritu del texto original, eran por lo general bastante más atractivas tan sólo por la gracia de la rima. Pero me estoy desviando del asunto porque en realidad no es de eso de lo que quería hablar, sino de mi súbita inmersión en la paleontología. 

















El caso es que acepté por fin traducir el libro. Y, como era de esperar, lo primero que me alarmó cuando me metí en esa faena fue mi enciclopédica ignorancia en materia tan ajena a mis intereses y aficiones, de modo que, como no me gusta dar gato por liebre y pontificar sobre temas que desconozco (no porque me importe ser un pedante, cosa que ya no tiene remedio, sino porque me aterra que me pillen en un renuncio) me puse a averiguar cosas sobre el mundo de los grandes saurios prehistóricos. Y, para sorpresa mía, todo me pareció fascinante: las fabulosas dimensiones, la variedad de especies, las costumbres, los entornos; por no hablar de los nombres espectaculares y rimbombantes que los sabios les han ido dando a semejantes bichos: estegosaurio, diplodocus, iguanodonte, tiranosaurio. Lo malo es que tenía que meterlos en mis rimas, lo que complicaba un tanto el trabajo. Pero al fin, después de muchos ensayos, vueltas y revueltas, idas y venidas, llegué a una traducción más o menos rimada y ritmada que me pareció que hacía suficiente justicia al más o menos rimado y ritmado original.


Sin embargo me faltaba el postre: la última página del libro, en la que debían figurar ciertos datos básicos de identidad de cada una de las especies que mencionaba la historia. Y entonces me encontré con que ni el texto en inglés era fiable ni mis fuentes eran homogéneas. Por ejemplo, tan pronto me daban una medida para uno de mis bicharracos como me daban otra que podía ser el doble, o incluso otra más que podía ser una tercera parte. Al final tuve que optar por los datos que me parecían más fiables, pero ello supuso adentrarme más y más en la espesura de innumerables publicaciones dinosaurológicas. ¿Me estaría convirtiendo, a pesar de mi alergia inicial y contra todo pronóstico, en un especialista en la materia?

No sé como serán mis ripios de acertados o de graciosos. A mí me lo parecen, ahí están, y espero que al autor, si entiende español, le guste leerlos. Ojalá. Pero hay una cosa que si sé: los datos de la última página del libro son tan fiables como que me llamo... Por cierto, ¿cómo me llamo? Tendré que mirarlo en la portadilla. A lo mejor soy un estegosaurio.