«Antes de los libros, hubo voces. La memoria era un canto» escribe la narradora Janet Pankowsky. A pesar del tiempo, a pesar de la distancia, si algo ha unido a las diferentes culturas del mundo eso ha sido la necesidad de la música y la palabra. Oír cuentos conecta con ese rincón ancestral, latente, casi de fuego, que pide comunicar y compartir.
El 16 de febrero de 2018, en la biblioteca central de Rivas Vaciamadrid, la sesión con Tato no solo nos trasladó hacia ese placer prehistórico, sino que amplió sus fronteras hacia otro lugar donde aprendimos a mirar al otro. Aquella tarde, al son del cuatro, los cuentos se oyeron, pero también se vieron, se palparon, se transformaron en imágenes, para que las personas sordas o con diversidad funcional pudieran iniciar el mismo viaje. Para ir juntos, dejamos que los niños que lo necesitaban entraran antes para conocer el espacio y hablar con el narrador. También, preparamos una anticipación en pictogramas sobre quién era Tato, qué haría y qué se esperaba del público. La pared también participó: se estrenó como contenedor de paneles en el que Tato indicaba, a través de pictos, qué venía después. Pero él no estuvo solo en el escenario: a su lado, Trinidad traducía en lengua de signos los maravillosos cuentos y canciones que salían de su voz. Incluso, nos enseñó que sus alegres movimientos respondían al carácter del narrador.
Dice Temple Grandin, adulta con autismo y profesora universitaria: «tenemos que trabajar para mantener involucrados a los niños en el mundo». El acceso a nuestros bienes culturales más preciados, como la literatura y la música, es una necesaria forma de hacerlo. Tender la mano desde la imaginación, abrazar desde la tradición, acompañar desde el propio universo simbólico es, a mi entender, una de las formas más bellas de inclusión. «La narración oral sucede en la mirada de quien escucha», recuerda Janet Pankowsky. Y en ese diálogo, el 16 de febrero, todos nos encontramos.
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