domingo, 15 de diciembre de 2013

Antología familiar

Como cierre de año y a modo de celebración, compartimos las anécdotas inéditas detrás de Los cuentos de Diego y Daniela por Verónica Uribe. Así es la narración, festiva:

 

Alguna vez me han preguntado de dónde surgieron las historias de estos dos niños y la abuela. Bueno, son gente conocida y son historias vividas. Más o menos. A comienzos de los noventa, Diego y Daniela eran dos niños pequeños, de 5 y 4 años, y más de una vez salí con ellos a caminar hacia una casa abandonada en el sector de Sebucán, en Caracas. La llamábamos “la casa de la bruja”. Y por el camino ellos discurrían acerca de cómo sería aquella bruja. Si sería gorda, si sería verde, si acaso nos embrujaría, si olería mal, si comería… ¿niños?. Iban riéndose nerviosos y temblando de susto y antes de acercarnos a la verja rota y oxidada, escapaban corriendo.
 

Recordando estos viajes inconclusos a la casa de la bruja, escribí Los limones mágicos. Fue la primera historia de la serie. Mi intención era abordar escenas de la vida cotidiana de una abuela y sus nietos que se topan con algún personaje singular que a su vez provoca un suceso extraordinario. En Los limones mágicos, conocen a la bruja y la abuela se transforma en sapo al morder los limones mágicos; en El barco pirata aparece Margot, la hermana mayor de la abuela, y todos disfrutan de una noche de juerga a bordo de la nave pirata; en La gran cometa voladora, van a casa de Emilio Chang, el fabricante de cometas, y Diego y Daniela vuelan sobre un gran pájaro del viento.
 

Las tres historias tienen que ver con retazos de recuerdos y con personas cercanas. Las galletas que cocina la abuela son las que mi madre preparaba para Navidad, unas tardes de diciembre en que la casa entera olía a canela, a clavo de olor y nuez moscada. Cuando la masa estaba lista, mi hermano y yo podíamos recortar las figuras: estrellas, pinos, corazones, ángeles. No había, eso sí, moldes de sapos, brujas o limones, como sucede en Los limones mágicos.
 

La hermana mayor de la abuela, la extravagante Margot, se parece a mi hermana Gabriela que también coleccionaba los deshechos que traía el mar: piedras muy pulidas, ramas de formas extrañas, conchitas. Le gustaba la soledad, pero soñó siempre con amores perfectos e imposibles. Como los piratas que llegan en noches de luna llena en El barco pirata.
 

Y mi hermano Pedro, como Emilio Chang, hizo desde niño, los mejores volantines, o cometas (papagayos). Íbamos a la orilla del río o a los cerros de Lo Curro, en Santiago, en los meses de septiembre cuando soplan los cuatro vientos, como en Canelo Alto de La gran cometa voladora. Llevábamos unos gordos carretes de hilo para que los volantines se perdieran en el cielo.
 

Tuve la gran suerte de que estas pequeñas historias le interesaran a Ivar Da Coll. Si no recuerdo mal, estábamos en Bogotá cuando me dijo que le gustaría ilustrarlas. Fue una gran alegría en esa tarde fría y lluviosa. Su trabajo es excepcional y los personajes y los paisajes que creó son inolvidables.

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