Discurso de aceptación de Chris Van Allsburg al recibir el premio Caldecott Medal en 1986
Cuando empecé a pensar sobre El expreso polar, tenía una
sola cosa en mente: es de noche y un niño ve un tren mientras permanece de pie
frente a su casa. El niño y yo hicimos diversos viajes en ese tren pero, en un
sentido figurado, no fuimos a ninguna parte. Luego me fui yo solo al norte y
sentí que esta vez sí había tomado la dirección correcta pues el tren tenía como
última parada el Polo Norte. A ese punto, la historia parecía sostenerse, a nivel
literario, por sí sola. ¿Quién vive en el Polo Norte? Santa. ¿Cuándo sería el
momento indicado para visitarlo? Nochebuena. ¿Qué pasa en Nochebuena en el Polo
Norte? Sin duda, una ceremonia de algún tipo, alguna que requiriera a un niño
transportado por un tren llamado el Expreso Polar.
Afortunadamente, o quizás debería decir necesariamente, esa
idea era consistente con mis propios sentimientos, especialmente porque
indicaba aceptar una fantasía como la existencia de Santa Claus. Santa es la
única figura mítica en la que gran parte de nuestra población aún cree. Es un hecho
que la gran mayoría de los creyentes tienen menos de ocho años, y es una pena.
La racionalidad que todos asumimos por ser adultos, hace difícil (cuando no
imposible) la creencia de lo fantástico. Afortunados los niños que saben que
existe un hombre gordo y risueño en un traje rojo que maneja un trineo volador.
Deberíamos envidiarlos. Y deberíamos envidiar a las personas que guardan una
cámara Polaroid en sus puertas para cuando aterricen los marcianos en el
jardín. La inclinación a creer en lo fantástico, podría parecerle a algunos
como una falla de la lógica, pero realmente es un regalo. Un mundo que crea en
Pie Grande y el Monstruo del Lago Ness, es claramente superior a aquel que
definitivamente niega de ellos.
No quiero dar la impresión de que mi propia creencia de lo
que es posible no esté determinada por la razón o el pensamiento analítico. Por
mucho que me encantaría conocer al Hada de los Dientes en un paseo matutino,
realmente no creo que pueda suceder.
Cuando tenía siete u ocho años, en la noche anterior a
Pascuas, mi mamá dejó caer accidentalmente una bolsa de caramelos justo al lado
de mi cuarto. Reconocí el sonido y comprendí lo que significaba. Escuché a mi
mamá susurrando para alejar a los gatos de los dulces regados a lo largo del
piso de madera. Había llegado el momento en que el Conejo de Pascuas se volvió
algo incierto para mí. En cualquier caso, este era el momento que la parte
escéptica de mí estaba esperando; había ganado la verdad pero había pagado un
precio muy grande por ella: el Conejo de Pascuas murió esa noche.
La aplicación del pensamiento analítico puede ser el enemigo de la creencia en lo fantástico, pero no lo es, al menos para mí, el de la ilustración. Cuando concebí el Polo Norte para El expreso polar, fue la lógica la que insistió en que fuese una vasta colección de fábricas. No veo esto como un capricho ni como un acto de imaginación. ¿Cómo pudo haberse visto de otra manera si se toma en cuenta el volumen de juguetes que tienen que producir anualmente?
No creo que al ilustrar se descubran tantas cosas como al escribirla. Cuando considero una historia, la veo claramente. Ilustrar, por su parte, es simplemente un asunto de dibujar algo que haya experimentado con anterioridad con los ojos de mi mente. Ya que veo la historia desplegada como si fuese una película, el reto es decidir qué momento debería ser ilustrado y desde qué punto de vista. Hay desventajas en ver las imágenes de una manera tan clara: la ejecución de las imágenes puede parecer redundante. El trabajo final resulta, pues, decepcionante porque mi imaginación excede los límites de mis habilidades para plasmarla.
Tengo la fantasía de ser tentado por el diablo con una máquina milagrosa; una máquina que pueda conectarse a mi cerebro e, instantáneamente, producir el arte final de las imágenes en mi cabeza. Estoy seguro que es el diablo quien tendría un aparato tal, pues devastaría el alma del arte. O la mitad de ella, en cualquier caso. Concebir algo es sólo parte del proceso creativo, darle vida es la otra mitad. La lucha para encontrar un medio, sean palabras, notas, pintura o mármol, es la parte heroica de hacer arte. Aún así, si alguno de ustedes se encuentra con el diablo y tiene esta máquina, denle mi nombre. Me gustaría recibir una demostración al menos.
Un premio no cambia la calidad de un libro. Estoy extremadamente consciente de las deficiencias de todo mi trabajo. Algunas veces pienso que me gustaría rehacer todo lo que he hecho y acomodarlo. Pero sé que unos cuantos años después querría rehacerlo todo por tercera vez.
Este premio lleva consigo una suerte de sabiduría para mí. Me sugiere que el éxito del arte no depende de su cercanía a la perfección sino de su poder para comunicar. Las cosas pueden estar correctas sin ser perfectas. A pesar de que es la segunda Caldecott Medal que recibo, créanme, no es menos significativa que la primera. Recibir una Caldecott Medal es una experiencia que no cansa. Estoy seguro de esto y, además, estoy preparado para combatir cualquier esfuerzo a contrariarme.
¡Gracias y buenas noches!
Discurso original en inglés tomado de la página web del autor · Traducido por Laura Sánchez
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